El muchacho estaba de pie, contemplando lo que quedaba. Con pesar se dio cuenta, y con dolor lo admitió: Aquel Mundo no podría repararse. Los Templos, los Muros, Los Cielos y la Tierra ya no volverían a ser los mismos. Hagalaz, la Fuerza del Blanco Granizo, había bailado una tétrica danza a su alrededor, lastimando lo más fuerte, y destruyendo todo lo demás.
Lo sabía, siempre lo supo: una vez comenzara la Tormenta, no habría marcha atrás. «Era necesario», se dijo «Las formas deben perecer alguna vez, sólo así podrá salir a la luz el Verdadero Fondo. “Aunque el Viento sople fuerte, las fuertes raíces siempre sostienen a los Fuertes Árboles”», había dicho su Maestro. El Anciano tan solo lo contemplaba desde cierta distancia, sin quitarle la vista de encima. El cielo permanecía oscuro, las nubes de tormenta no se iban todavía. El silencio de la escena era interrumpido por el pasar irreverente del Viento, y el aletear de dos cuervos que hacía poco habían llegado.
El viento seguía soplando, y el dolor en el pecho no se iba, y el amargor del llanto se ahogaba en la garganta del muchacho. Era necesario pasar por ese dolor, para conocerlo, para entenderlo, para hacerlo propio, interno. Ahora, él también bailaba al ritmo de las Sombras de Aquel Mundo. Podría dar el paso, convertirse en Esa Oscuridad, tener la Fuerza de Ese Granizo… Ser el Granizo… la Fuerza de todo aquello lo invadió nuevamente, como una corriente que intenta escapar de un cuerpo que no ofrece resistencia… y como tal, éste se rindió, y dio paso a su Propia Tormenta… Vientos, Lluvia, Aullidos, Susurros, Cánticos… Granizo… una tormenta que nacía de él y lo envolvía todo en esas sombras que tan sólo cono el Alma… mas, entre tanta sombra, lo vio: un resplandor, tan pequeño y distante como un rayo de sol…
Luego, el Silencio.
El ardor en las manos lo obligo a despertar. Los signos brillaban en su mano; como llamas ardían en la piel; como hielo, enfriaban el alma. Una vez sus ojos se abrieron, comprendió que no podría deshacerse de las marcas: eran suyas, con su sangre las había nutrido, con su voz las había cantado, y en sus sueños las veía cada noche. Quizás nadie lo entendiera, pero ya no había marcha atrás, las Huellas del Granizo, de Hagalaz, habían calado muy hondo, habían dolido demasiado. Las líneas se dibujaban en sus manos. Una sola palabra, un solo susurro, un solo pensamiento… tan solo un gesto y la Tormenta se desataría desde su propio corazón, tan solo un conjuro y la Dama Oscura atendería a su voz y se posaría a sus espaldas, rodeándolo con sus Lobos, despertando a la Noche, haciendo brillar la Luz que Hiela la Sangre.
¿Lo había conseguido?
Hagalaz brillaba en sus manos.
Buscó al Anciano, que estaba a su lado, siempre lo estaba, después de todo. «Aepandi nam…», susurró en su oído, y tras una sonrisa de satisfacción comenzó a caminar, canturreando en una lengua que tan solo Él conocía.
Aún desnudo y sintiendo como el dolor menguaba tanto en el cuerpo como en el alma, comenzó a caminar también, siguiendo al Viejo… Había que empezar de nuevo.
Sin poder seguir la letra, siguió al Anciano tarareando su Melodía.
Lo sabía, siempre lo supo: una vez comenzara la Tormenta, no habría marcha atrás. «Era necesario», se dijo «Las formas deben perecer alguna vez, sólo así podrá salir a la luz el Verdadero Fondo. “Aunque el Viento sople fuerte, las fuertes raíces siempre sostienen a los Fuertes Árboles”», había dicho su Maestro. El Anciano tan solo lo contemplaba desde cierta distancia, sin quitarle la vista de encima. El cielo permanecía oscuro, las nubes de tormenta no se iban todavía. El silencio de la escena era interrumpido por el pasar irreverente del Viento, y el aletear de dos cuervos que hacía poco habían llegado.
El viento seguía soplando, y el dolor en el pecho no se iba, y el amargor del llanto se ahogaba en la garganta del muchacho. Era necesario pasar por ese dolor, para conocerlo, para entenderlo, para hacerlo propio, interno. Ahora, él también bailaba al ritmo de las Sombras de Aquel Mundo. Podría dar el paso, convertirse en Esa Oscuridad, tener la Fuerza de Ese Granizo… Ser el Granizo… la Fuerza de todo aquello lo invadió nuevamente, como una corriente que intenta escapar de un cuerpo que no ofrece resistencia… y como tal, éste se rindió, y dio paso a su Propia Tormenta… Vientos, Lluvia, Aullidos, Susurros, Cánticos… Granizo… una tormenta que nacía de él y lo envolvía todo en esas sombras que tan sólo cono el Alma… mas, entre tanta sombra, lo vio: un resplandor, tan pequeño y distante como un rayo de sol…
Luego, el Silencio.
El ardor en las manos lo obligo a despertar. Los signos brillaban en su mano; como llamas ardían en la piel; como hielo, enfriaban el alma. Una vez sus ojos se abrieron, comprendió que no podría deshacerse de las marcas: eran suyas, con su sangre las había nutrido, con su voz las había cantado, y en sus sueños las veía cada noche. Quizás nadie lo entendiera, pero ya no había marcha atrás, las Huellas del Granizo, de Hagalaz, habían calado muy hondo, habían dolido demasiado. Las líneas se dibujaban en sus manos. Una sola palabra, un solo susurro, un solo pensamiento… tan solo un gesto y la Tormenta se desataría desde su propio corazón, tan solo un conjuro y la Dama Oscura atendería a su voz y se posaría a sus espaldas, rodeándolo con sus Lobos, despertando a la Noche, haciendo brillar la Luz que Hiela la Sangre.
¿Lo había conseguido?
Hagalaz brillaba en sus manos.
Buscó al Anciano, que estaba a su lado, siempre lo estaba, después de todo. «Aepandi nam…», susurró en su oído, y tras una sonrisa de satisfacción comenzó a caminar, canturreando en una lengua que tan solo Él conocía.
Aún desnudo y sintiendo como el dolor menguaba tanto en el cuerpo como en el alma, comenzó a caminar también, siguiendo al Viejo… Había que empezar de nuevo.
Sin poder seguir la letra, siguió al Anciano tarareando su Melodía.